martes, 10 de enero de 2017

La Luna se formó tras muchos impactos catastróficos

Imagen de la Tierra vista desde la Luna tomada por la sonda Lunar Reconnaissance Orbiter. En vídeo, formación de la Luna NASA/GODDARD/ARIZONA STATE UNIVERSITY / EPV
 
La Luna es un satélite extraño. Es el quinto mayor del Sistema Solar y solo gigantes como Saturno y Júpiter son capaces de mantener en su redil objetos tan grandes. Es muy probable además, que a esa luna enorme le debamos nuestra existencia. Su presencia nos pudo proteger de grandes meteoritos y estabilizó y ralentizó la órbita de la Tierra, favoreciendo un clima más estable y propicio para el desarrollo de la vida.



Desde los años 70, se cree que la aparición de ese satélite fue fruto de un cataclismo que casi acaba con la Tierra. De hecho, algunas simulaciones sugieren que el impacto de un planeta del tamaño de Marte contra nuestro mundo lo destruyó durante algunas horas. Después, a partir del disco de escombros que quedó girando a gran velocidad, la Tierra se recompuso y quedó material para que surgiese la Luna.

Hace 4.500 millones de años, cuando el Sistema Solar aún estaba en formación y la materia que acabó formando los mundos que conocemos aún no había encontrado su lugar, los choques entre rocas sueltas que vagaban por el espacio era mucho más frecuente que ahora. Aquel suceso violento ha sido desde entonces la explicación más aceptada por los científicos para la aparición de la Luna.

El modelo que recrea aquel impacto sugiere que el material expulsado habría estado compuesto de cuatro partes de Theia, el objeto que chocó contra la Tierra, y una de nuestro planeta. Y sin embargo, la composición de la Tierra y la Luna es casi idéntica. Dada la diversidad de los materiales que componen los distintos planetas conocidos, el resultado de aquel impacto resulta llamativo, aunque muchas simulaciones de la formación del Sistema Solar plantean que el resultado final no es descabellado.

Esta semana, tres investigadores liderados por Rufu Raluca, del Instituto Weizmann, en Rehovot (Israel), han utilizado la computación para apoyar una segunda hipótesis sobre la formación de la Luna planteada en la década de 1980. En aquel escenario, en lugar de un encontronazo con un planeta como Marte, la aparición de nuestro satélite habría sido fruto de impactos importantes pero no tan catastróficos. Así, cada uno de estos choques habría producido pequeños discos de escombros que habrían ido formando minilunas. Poco a poco, la acumulación de sucesos similares habría generado más lunas que se habrían ido fusionando para formar el satélite que hoy conocemos. Si esto fue lo que sucedió, cada impacto habría llevado consigo una cantidad importante de material terrestre en la que se habrían diluido los materiales diversos aportados por los miniplanetas. Así, tendría más sentido la similitud en la composición de la Luna y la Tierra.
Este nuevo estudio no hará desaparecer la hipótesis del impacto único, ni mucho menos. Según recuerda también en Nature el especialista en impactos planetarios Gareth Collins, del Colegio Imperial de Londres, para que la historia de Raluca y sus colegas fuese la que realmente sucedió, haría falta cierta dosis de fortuna. Según su modelo, serían necesarios unos 20 impactos para construir la Luna que conocemos, contando con que todas las minilunas se fusionasen de manera perfecta. “Si, como parece probable, la fusión es imperfecta o algunas microlunas se pierden, serían necesarios muchos más impactos, haciendo así la necesaria secuencia de sucesos mucho menos probables que cualquiera de los escenarios de impacto simple, incluidos los más exóticos”, escribe Collins.

Para dirimir la batalla entre estas hipótesis, Collins considera que será necesario ir más allá de los modelos y buscar pruebas en la Luna y en la Tierra de cualquiera de las dos hipótesis. Si nuestro satélite se formó en muchos golpes, su crecimiento pudo requerir millones de años en los que su formación se solapó con la de la Tierra y sería posible encontrar las marcas de ese solapamiento.
http://elpais.com/elpais/2017/01/09/ciencia/1483966473_066733.html

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