lunes, 27 de diciembre de 2010

Juegos gravitatorios: cómo volar a otros mundos

David Galadí-Enríquez
El sueño de explorar el espacio no puede terminar en la Luna. Todos los precursores del vuelo espacial, de Tsiolkovski a Goddard, formularon sus propuestas y realizaron sus experimentos con la mirada puesta en los planetas hermanos de la Tierra. Los intentos por alcanzar Marte y Venus con sondas espaciales empezaron en 1960 y 1961, tan solo tres o cuatro años después del lanzamiento del primer satélite artificial de la Tierra. En la cultura popular no hay una diferencia clara entre lanzar un cohete al espacio circunterrestre, enviar una sonda a la Luna o hacer llegar un artefacto a otro planeta. Pero en realidad las discrepancias entre los tres problemas son enormes, desde muchos puntos de vista. Quizá la más sencilla de entender sea la referida a las telecomunicaciones. Un satélite en órbita terrestre baja puede hallarse a tan sólo unos cuantos miles de kilómetros. La Luna se coloca a varios cientos de veces esa distancia. Pero incluso el más cercano de los planetas, Venus, se encuentra siempre cien veces más lejos que la Luna, unas mil veces más distante que un satélite artificial cualquiera. Si se tiene en cuenta que la intensidad de las ondas de radio disminuye con el cuadrado de la lejanía, podremos hacernos una idea del desafío de ingeniería que representa transmitir información a y desde una sonda interplanetaria.

La distancia complica no solo las transmisiones de radio, sino también muchos otros aspectos de estas misiones espaciales. La cuestión más importante es la del propio viaje. Enviar un trozo de metal y plástico de la Tierra a otro planeta implica una inversión de energía formidable y obliga, a la vez, a mantener "vivos" los instrumentos durante periodos de tiempo muy prolongados en el ambiente hostil del espacio. Si comparamos el viaje a la Estación Espacial Internacional con salir a comprar a la panadería de la esquina, entonces el vuelo a la Luna correspondería a un viaje en tren a otra ciudad, y la exploración de otro planeta se convertiría en un viaje intercontinental en avión. Por supuesto, en los tres casos hablamos de desplazamientos, pero está claro que se trata de problemas radicalmente distintos por duración, logística y costes.

Sin embargo, desde el punto de vista teórico se pueden encontrar analogías entre el viaje a la Luna y las trayectorias que siguen las sondas espaciales dirigidas a otros planetas. Al igual que en el caso de nuestro satélite natural, y como ya hemos insinuado, una de las primeras consideraciones que hay que tener en cuenta hace referencia a la energía necesaria para colocar un artefacto en la trayectoria interplanetaria adecuada. En el artículo dedicado al viaje a la Luna comentamos las trayectorias de mínima energía u órbitas de Hohmann. Este concepto resulta muy útil también para analizar la ruta óptima a los planetas.

Consideremos de entrada, para fijar ideas, el viaje de la Tierra a Marte. El concepto de órbita de Hohmann adaptado al vuelo hacia un planeta como Marte implica impulsar el aparato cósmico hasta una órbita elíptica alrededor del Sol cuyo punto más cercano a nuestra estrella (perihelio) toque de manera tangencial la órbita de partida, que es la de la Tierra, y que tenga el punto más alejado del Sol (afelio) rozando la órbita de destino. La órbita que implica un consumo mínimo de energía en el viaje hacia Marte debe tener el perihelio a unos 150 millones de km del Sol y el afelio a aproximadamente 230 millones de km.

Para el estudio del viaje interplanetario resulta muy útil emplear como unidad de medida no el kilómetro, sino la unidad astronómica de distancia. Esta unidad de medida, cuyo símbolo internacional es au (las letras a y u minúsculas, juntas y escritas en tipo redondo), equivale muy aproximadamente a la distancia media entre la Tierra y el Sol. De este modo, la órbita terrestre tiene un radio de 1 au, mientras que la de Marte mide 1,52 au (si se considera circular). La órbita de mínima energía para el viaje de la Tierra a Marte queda descrita por tanto de este modo: perihelio de 1 au y afelio de 1,52 au.

Sigamos pensando en Marte. Para lanzar una sonda hacia ese planeta, por tanto, hay que colocarla sobre un cohete potente, capaz de aplicarle al ingenio espacial una aceleración considerable en el mismo sentido en el que se mueve la Tierra alrededor del Sol. Ese aumento de velocidad asciende, en el caso de Marte, a nada menos que 3.000 metros por segundo, unos 10.000 kilómetros por hora adicionales que, por supuesto, se suman a la velocidad orbital que ya lleva la Tierra por sí misma y que equivale a unos 100.000 km/h. Impulsar un artilugio hasta que alcance una velocidad de 10.000 km/h respecto de la Tierra no es trivial.

Una vez situada la sonda en órbita trans-marciana, solo queda esperar a que la trayectoria la lleve hasta la distancia a la que se encuentra la órbita de Marte. Este viaje se verifica en un tiempo determinado con todo rigor por las leyes de la mecánica celeste y asciende a 259 días. Como es natural, el lanzamiento no se puede efectuar en cualquier momento, sino que tiene que haberse producido en el instante exacto en que al planeta Marte le falten 259 días para llegar al punto previsto para el encuentro. De aquí el concepto de ventana de lanzamiento. Si se va a usar una trayectoria de mínima energía, entonces las fechas útiles para lanzar el cohete quedan acotadas de manera bastante estricta. Aunque los aparatos se construyen de manera que haya un margen de varias semanas en torno al instante óptimo, si se pierde la ocasión hay que esperar a la siguiente, y para el planeta Marte las oportunidades suceden tan solo cada dos años y cincuenta días.

Al llegar a Marte la sonda debe encender los motores de nuevo para igualar su velocidad con la del planeta de destino. Esta maniobra implica consumir energía otra vez, en un nuevo empujón en el mismo sentido de giro de los planetas alrededor del Sol.

Hasta ahora hemos considerado las órbitas de partida y destino como circulares y coplanarias. En realidad la órbita de Marte es algo excéntrica, de modo que las distancias Marte-Sol pueden variar entre 1,67 au y 1,38 au. Esta circunstancia hace que las órbitas de mínima energía para el viaje a Marte resulten distintas de una vez a otra. En el mejor de los casos el tiempo de viaje se reduce a 237 días, mientras que en el peor asciende a 281. Esta diferencia tiene una correspondencia también en términos de energía y los cálculos indican que viajar a Marte cuando su distancia es mayor implica un gasto de energía que asciende a una vez y media la necesaria cuando la lejanía de este planeta es la menor. El contraste es muy considerable y explica las diferencias de masa de las sondas enviadas a este planeta en años distintos, a pesar de que muchas veces se emplean cohetes semejantes.

Si se analizan las fechas de lanzamiento y llegada de las misiones espaciales dirigidas a Marte se observa que no todas han seguido trayectorias de Hohmann estrictas, sino que han tendido a abreviar un poco el viaje, con un predominio de los trayectos de unos siete meses de duración, en vez de los ocho u ocho y medio que habría implicado un recorrido de mínima energía. Las misiones más pesadas, o las lanzadas en condiciones menos propicias, tienden a seguir órbitas más parecidas a las de Hohmann.

Pero pensemos ahora en el viaje hacia un planeta inferior, es decir, cuya órbita se encuentre no por encima, sino por debajo de la terrestre, como por ejemplo Venus. En este caso la trayectoria de Hohmann tendrá el afelio en la órbita terrestre, a 1 au del Sol, y el perihelio en la órbita de Venus, a 0,72 au. Ahora el cohete, al salir al espacio, tiene que restarle velocidad a la sonda para que caiga hacia el Sol. Para ir a Venus, la velocidad que se debe sustraer a la nave equivale a 9.000 km/h. Para ello el cohete se orienta en sentido contrario al del movimiento de la Tierra alrededor del Sol y actúa durante un cierto tiempo. Aunque se le resten 9.000 km/h a la sonda, el aparato ya tenía de partida la velocidad heliocéntrica correspondiente a la Tierra, así que, a pesar de la desaceleración, sigue desplazándose alrededor del Sol en el sentido original, aunque más despacio. La sonda se aproximará a la órbita de Venus y, si despegó en la ventana de lanzamiento correcta, se encontrará con el planeta de destino al cabo de 146 días. En ese momento la nave se estará desplazando, respecto del Sol, bastante más rápido que Venus, lo cual la obligará a un segundo encendido de motores que le aplique otra dosis de frenado. Vemos por tanto que para viajar "hacia el Sol" hay que hacer frenar las naves dos veces, mientras que para moverse por el Sistema Solar "en contra del Sol" lo que corresponde es acelerar en dos oportunidades distintas.

Las órbitas de Venus y la Tierra son bastante circulares y por eso no hay diferencias significativas entre las órbitas de mínima energía de una ventana de lanzamiento o de otra. Por cierto que en el caso de Venus esas ventanas se repiten cada año y 220 días.

Podríamos plantearnos viajes de mínima energía a otros planetas. Nos interesará considerar, en cada caso, el tiempo requerido para el viaje y, también, el consumo de energía implicado por cada kilogramo de masa de la sonda espacial. Para valorar la energía podemos emplear como unidad aquella requerida para enviar un kilogramo al planeta más cercano, Venus, que corresponde a 170 millones de julios (40 millones de calorías). En este cómputo de energía se incluyen tanto la aceleración (o desaceleración) necesaria al partir de la Tierra como la que hay que aplicar a la llegada a destino para igualar la velocidad de la sonda con la del planeta. Los datos obtenidos se especifican en la tabla 1 del multimedia.

Se observan varios resultados sorprendentes. En primer lugar, que el viaje a Mercurio resulta más breve que a Venus, a pesar de estar más lejos. Pero, aunque se llegue antes a Mercurio, el coste a lo largo de una trayectoria de Hohman es muy considerable, el cuádruple, en términos energéticos. El viaje promedio a Marte viene a salir igual de caro que a Venus en cuanto a energía (puede costar lo mismo en los años menos favorables). Pero las cifras más significativas las encontramos a partir de Júpiter. Cada kilogramo enviado al planeta gigante cuesta el doble que si se mandara a Venus y, además, requiere un tiempo de tránsito superior a los dos años y medio. Este tiempo puede ser tolerable con la tecnología actual, pero para mundos cada vez más lejanos nos encontramos con que el coste energético se estabiliza en unas dos veces y media el precio del viaje a Venus, pero los tiempos de tránsito se tornan prohibitivos, por largos.

Las conclusiones que se deducen de estas cifras explican las técnicas que se emplean para el viaje interplanetario. Para ir a Venus, Marte y Júpiter suelen seguirse trayectorias parecidas a las de mínima energía de Hohmann, o incluso más rápidas aun a costa de consumir más combustible por unidad de masa. Pero para el resto de planetas hay que recurrir a otras técnicas. En el caso de Mercurio por cuestiones energéticas y en el de los planetas exteriores por motivos de tiempo, la mecánica celeste dentro del Sistema Solar exige soluciones creativas. Y, en efecto, para visitar todos estos mundos se ha recurrido a un método inesperado que permite a la vez abaratar costes (ahorrar energía) y acortar los tiempos: la asistencia gravitatoria. Pero tenemos que dejar este ingenioso recurso de la astronáutica moderna para el último artículo de esta serie.
David Galadí-Enríquez es Doctor en Física y trabaja en el Centro Astronómico Hispano Alemán (Observatorio de Calar Alto) como astrónomo técnico y responsable de comunicación.http://www.caosyciencia.com
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